Lisboa es una ciudad simpática. Al menos, a mí me ha caído así. En una paradoja geográfica, tiene más de mediterránea que otras muchas a las que sí les corresponde el gentilicio.
A pesar de lo clasista de edades que es, entre las miradas de hospitalidad de los jóvenes hacia sus congéneres genealógicos y las de hostilidad de los mayores hacia los pequeños, su camaradería y su afición por lo irónico configuran una ciudad desordenada a la que también se refieren algunos como la ciudad de la tolerancia.
Al dar la vuelta a una esquina puede uno encontrarse en la plaza con la mayor diversidad étnica de todas en las que se haya encontrado.
Al viajero desprevenido, le pillará por sorpresa el caótico encanto de la ordenación de sus adoquines, colocados caprichosamente, como dejados caer sin más miramientos por las escurridizas aceras, combinados con bloques directa y despiadadamente levantadas. Un lugar extenso, llano y amplio se convertirá abruptamene en una cuesta con una inclinación que desafía las leyes de la física. En pleno cruce de avenidas, un pavo real o, en su defecto, todo un corral de gallos, mirarán al transeúnte refugiados en su porción de césped. Y con esos guiños de azar y antojos, Lisboa se abre en una calurosa pero imponente bienvenida a todo aquel que quiera acercársele, mejor, como en la mayoría de los casos (sin caer en la absoluta totalidad), en compañía de otros pies.