domingo, 29 de enero de 2012

Viajando. 24/1/2012

Venecia tiene una magia perlada aun cuando la da el sol.
Ni abraza ni empuja, simplemente deja pasar. Extiende sus calles y sus puentes al veneciano y, si el visitante tiene la suerte de pasar por allí en ese momento, entonces bien por él. 
Sus venas acuáticas alimentan la vida que por ella corre, portadoras de secretos confesados en las noches, que solo abrirán su alma a aquel que quiera escuchar el rumor de sus fondos.
Retazos de conversaciones se cruzan aleatoriamente en un trajín que desaparece cuando desaparecen los souvenirs, al tiempo que las cámaras y los mapas, para dejarle sitio a rincones de paredes desconchadas, ventanas a medio abrir y grietas de ladrillo espectantes en alguna esquina olvidada que no olvida al mundo. Porque a veces perderse es encontrarse.
Se adivinan sombras veladas en el horizonte que, sorprendentemente, se abren en un estrepitoso segundo a una monumental iglesia o a un prepotente palacio. Pero todo ello contenido en esa elegancia italiana que embelesa de solo respirarla.
Y el sonido... El sonido alterna olas, motores, gaviotas, y silencio; un silencio que humedece los huesos y envejece la madera, pero también nutre el espíritu y desarrolla los pensamientos.
Sin embargo, todo esto no tiene sentido si se acaba caminando solo por las calles que pretendían sucederse en compañía, y es que dos pies nunca serán lo mismo que cuatro.

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